* La relación de mí con el otro, difícil de pensar (relación
que el [el]lo <relataría>): debido al estatuto del otro, tan pronto y a
la vez el otro como término, tan pronto y a la vez el otro como relación sin
término, relevo que tiene que ser siempre relevado; debiendo éste, después,
dado el cambio que propone al <mí>, aceptarse entonces no solo como
hipotético, ni siquiera sólo como ficticio, sino también como abreviatura
canónica que representa la ley de lo mismo, de antemano roto (de nuevo, pues
–bajo la falaz proposición de ese mí hecho pedazos, íntimamente herido- de
nuevo un mí vivo, es decir, colmado).
* Como si hubiese resonado, ahogadamente, una llamada.
* Al borde de la escritura, siempre obligado a vivir sin ti.
* Le resultaba casi fácil, allí donde vivía, vivir casi
sin signo alguno, casi sin un mí, como al borde de la escritura, cerca de esa
palabra, apenas una palabra, más bien una palabra de más y nada más que una
palabra gracias a la cual, un día del pasado, dulcemente acogido, recibió la salvación
que no salvaba, la interpelación que le había despertado. Era algo que se podía
contar, incluso y sobre todo sino había nadie para oírlo. En cierto modo, le
hubiera gustado poder tratarlo con la misma dulzura que había recibido: dulzura
que lo mantenía a distancia, debido al excesivo poder que le concedía sobre sí
mismo y, a través de él, sobre todas las cosas. Casi sobre todas las cosas:
siempre había esa ligera restricción, tácita, que le obligaba-dulce obligación
a recurrir, a menudo y como debido a un ritual que le hacía sonreír, a esas
formas de decir, casi, quizás, apenas, de momento, a menos que, y tantas otras,
signos sin significación que, como muy bien sabía (¿sabíalo?), le otorgaban
algo muy preciado, la posibilidad de repetirse- pero no, no sabía lo que le
acaecía por medio de ellos-, <quizás>el derecho de franquear el límite
sin saberlo, <quizás> el retroceder angustiado, perezoso, ante la
afirmación decisiva de la que le protegían a fin de que aún estuviese allí para
no oírla.
* Como si hubiera resonado, ahogadamente, esa llamada,
una llamada no obstante alegre, el griterío de unos niños jugando en el jardín:
<¿hoy quién es mí?><¿Quién hace las veces de mí?> y la respuesta
alegre, infinita: él, él, él.
El
pensamiento que le había conducido al borde del despertar: nada le estaba
entredicho, ni las astucias, ni los fraudes, ni las costumbres, ni las
mentiras, ni las verdades, nada salvo ( otra vez una de esas palabras que
estaba acostumbrado a guardar): salvo. Y no se llamaba a engaño, incluso a
aquella ley se le podía dar la vuelta, dejándola intacta, a salvo, también a
ella.
*<Les daríamos un nombre. >- <Tendrían
uno.>-<El que le diésemos no sería su verdadero nombre.>-<Sin
embargo, sería capaz de nombrarlos.>-<Capaz de informar que, el día en
que se considerasen listos para ello, abría un nombre para su
nombre.>-<Un nombre tal que no daría lugar a que se sintiesen
interpelados por él, ni tentados de responder a él, ni siquiera jamás nombrados
por dicho nombre.>-<¿No hemos supuesto, sin embargo que tendrían uno que
sería común a todos ellos?>-<Lo hemos supuesto, pero sólo para que
pudiesen pasar desapercibidos con más comodidad.>-<Pero entonces ¿cómo
sabremos que podemos dirigirnos a ellos? Están lejos, ¿sabe?>-<Para eso
tenemos los nombres, más numerosos y más maravillosos que todos aquellos que se
utilizan normalmente.>-<No sabrían que es un hombre.>-<¡Cómo iban a
saberlo? No tienen nombre>.
Maurice Blanchot
El paso (no) más allá